Era aun temprano cuando un sujeto que caminaba por la acera, en una mano, su maletín ejecutivo en la otra un termo de café, aminoró su paso para chequear la hora. La maniobra era larga pero sencilla, la había realizado muchas veces, en la mano izquierda llevaba además del reloj, el termo, con la otra sostenía el maletín, así que puso a este en medio de sus piernas y ahí lo sostuvo, pasó el termo de una mano a la otra y giró la mano hacia su cara para mirar qué hora era.
Se quedó mirando un instante el reloj y poco le bastó para saber que se había detenido, estaba estático, el segundero yacía inmóvil casi sobre las seis, el minutero, sobre las tres y la aguja más pequeña estaba cerca de las cinco. Las 5:15,28 era la hora que marcaba, y supuso el sujeto, el momento en el que se detuvo.
Intentó mover el piñón del reloj, pero antes tuvo que situar el
termo en el piso. Ahí, en medio de la acera, los transeúntes le pasaban por los
lados, mientras él intentaba solucionar aquel pequeño percance. Cuando giró el
piñón, este se le quedó en la mano, lo sostuvo haciendo pinza con sus dedos
índice y pulgar y se lo quedó mirando, volvió a ver el reloj, y en este las
agujas se habían desmayado y giraban libres de acuerdo a los movimientos de la
mano.
Qué mala suerte, pensó, qué mal momento para que se dañara su
reloj, tendría arreglo, y este sería costoso, mejor comprar uno nuevo, uno más
grande, o uno deportivo tal vez, aunque este no era tan viejo, no tenía por qué
dañarse, era cierto que no era el gran reloj ni nada por el estilo, era solo un
reloj. Tomó su termo del piso, el maletín con la otra mano y siguió su camino.
Un par de cuadras más allá, se preguntó al fin por aquello que debió decirle el reloj, y que por estar dañado nunca supo, la hora…
Al pasar por el quiosco más cercano se detuvo, saludó amablemente,
sacó efectivo para comprar el periódico, lo puso en el mostrador, tomó un
ejemplar y le preguntó al dependiente “Amigo, sería tan amable de decirme la
hora”. El dependiente lo miró con amabilidad y le respondió, casi con afecto… “No”
El sujeto tomó el periódico, el maletín, su termo de café y se
apartó del quiosco un tanto consternado, descolocado por la respuesta del
dependiente, no obstante continuó su camino, pensó, algo tal vez le
había pasado al del quiosco, quizás para él empezó mal el día, más adelante
consultaría la hora.
Media cuadra más allá el sujeto vio a una mujer alta, elegante, muy bien vestida, con aspecto de oficinista de una importante agencia de bienes raíces, esta tenía largas y delgadas manos, uñas perfectamente cuidadas, en su muñeca izquierda, un delgado reloj que en conjunto hacía juego perfecto con toda la imagen de la mujer. Se acercó prudentemente y dijo “Buenos días señorita, sería tan amable de decirme la hora” La chica, lo miró por una fracción de segundo y volteó la mirada, sin ningún otro ademán, sin apurar ni ralentizar el paso, siguió, así sin decir nada, ni siquiera dijo que no.
Qué le pasa a la gente, qué mal educados, cómo es posible… se decía el sujeto, que ya comenzaba a sentirse malhumorado. Se detuvo, bajó el maletín hasta sus rodillas, lo sostuvo, se aflojó le nudo de la corbata, cambió el termo de mano y volvió a mirar su reloj el cual seguía descompuesto lo mismo que hace dos y media cuadras. Devolvió el termo a su mano izquierda, tomó el maletín, y siguió, ahora con un paso más impetuoso y afirmativo.
Preguntó la hora a los ancianos que conversaban en la esquina, a unos niños que iban a la escuela, a un vendedor ambulante, a dos amas de casa que parecían ir al mercado, a un policía, a un tipo disfrazado de pollo gigante que estaba frente a un restaurante de pollos y nadie le quiso dar la hora, tampoco lo trataron mal, no le hicieron muecas, pero cuando el sujeto ya muy molesto casi les gritaba, se alejaban de él rápidamente.
Ya no le importaba a dónde iba, ni recordaba para qué había
salido, solo quería de forma imperativa saber la hora, ni siquiera se
preguntaba por qué nadie se la quería decir. Pensó de pronto cómo resolverlo,
claro, se dirigiría a la catedral, el reloj de la catedral, siguió su marcha en línea recta por varias cuadras, se
terminó de quitar la corbata la cual metió en uno de los bolsillos del saco,
caminó rápido, casi corría, por la misma acera, siempre en línea recta, hasta
ver la torre de la iglesia, mas todavía estaba lejos como para precisar la hora
en el reloj, aprisa continuó la marcha.
Sentado en la acera, sudoroso, completamente desconcertado y aun
híper ventilando, el sujeto se había despojado del saco el cual estaba sobre el
maletín que a su vez reposaba en la acera a su derecha, a la izquierda el termo
ya vacío de todo contenido, el sujeto en medio, comenzó a sentir como la rabia
y el desespero empezaban a tornarse en una triste resignación. Cuando llegó
muy cerca de la catedral había podido ver con incredulidad como el gran reloj
del templo estaba cubierto por unos enormes plásticos, quiso averiguar por qué
y se topó en la puerta del edificio con un cartel que decía “Labores de
remodelación”
Fue ahí cuando se desplomó en la acera dando gritos de
desesperación como un orate, soltó tanto el termo como el maletín se quitó el
saco, también lo lanzó al suelo, y gritaba… ¡Qué hora es, qué hora es, díganme
qué hora es!
Los pocos transeúntes que iban por la acera lo evitaban
confundidos y con algo de miedo, pero ninguno atendió a la pregunta que gritaba
el sujeto con furia y desconsuelo.
De a poco se fue calmando, repitiendo casi para sí mismo la
pregunta, qué hora es, qué hora es… tomó el maletín, el termo y los puso a sus flancos, luego el saco sobre el maletín, intentó peinarse con los dedos, y así de
poco se calmó casi del todo.
Al rato se levantó, tomó sus cosas, el maletín con la derecha,
el termo con la izquierda, sobre ese antebrazo, el izquierdo colgó el saco. Luego tomó
camino de regreso por quién sabe cuantas cuadras, caminó, hasta quién sabe
cuales horas.
Illich