miércoles, 23 de marzo de 2016

Y CÓMO


De aquel encuentro con la Venus de Botticelli





Cómo escribes sobre lo indescriptible, y cómo cuentas lo inenarrable; tú que te la pasas en esto de inventar historias, cómo te narras a ti mismo algo que tanto te cuesta creer y que a su vez, ya te has tatuado como un mapa de caricias en tu corteza y en tus profundidades.


Y cómo dibujas alguna torpe crónica sobre el recorrido de esas manos inmensamente suaves tomándote el rostro, el pecho, tus lugares ausentes de sentir desde hace lunas. Si te tiemblan los dedos, si las letras te salen corriendo y se tropiezan, caen y se levantan riendo de ellas mismas, tal y como tú te sorprendes a ti mismo riendo solo, ausente, inmerso en un recuerdo de lo que acaba de ocurrir y ya no sabes si ubicarlo en la categoría de las ensoñaciones más vívidas, en el secreto lugar donde guardas tus alucinaciones.


Ni cómo empezó, ni qué pasó puede ser dicho con alguna precisión creíble, no estoy en condiciones ni en posibilidades argumentativas para explicar motivos. Eso tampoco es relevante, de eso no se trata. Pues las cosas que fluyen no se explican, solamente acontecen, van y se escapan, emprenden un vuelo en el que solo se les puede ver de lejos describiendo siluetas en el azul, para sumergirse en otros azules y pasar a la noche y perderse, hacerse imaginería, y después, mito.


Ella llegó, así lo acordamos, se posó como una libélula, tal vez frágil, tal vez capaz de soportar las peores ventiscas en ese momento no lo sabía, sólo había impresiones emanadas de algunas conversaciones, en tus visitas a laminarios de museos y de tus evidentes fracasos en el tenaz arte de evitar mirarla. Te habías intentado convencer de no abordarla pero no lo lograste, no quisiste lograrlo. Por el contrario conseguiste la manera de hablarle. ¿Curiosidad? Curiosidad, sí, totalmente, ella sabe lo que sabe y lo dice, es una isla, es un ser de otro mundo, me refiero a su muy otra manera de ser/estar, una manera extraña que te hipnotiza,por lo extraña, seguramente. Lo cierto es que cuando llegó ya te gustaba, y mucho.


Y cómo hablas sobre lo que ocurrió después, cómo apalabras las caricias, pues no solo pretendes ser austero en comentarios sobre un preámbulo exquisito, debes aceptar que querías llegar aquí, al momento que se te repite una y otra vez en la mente, al filme que eclipsa todo lo que pasó antes, desde la invención de la rueda hasta esa actualidad sin tiempo precisable y relojes olvidados como si fuesen máquinas inútiles en un cuarto de trastos, de las que uno no tuviese que acordarse. Hasta que fue tan tarde que la conciencia volvió a tomar su absurdo control dictatorial y montó otra de sus malditas alcabalas de realidad y del deber.


Antes de someterte a la burocracia del tiempo, ocurrieron los besos, ocurrió el descubrimiento de la piel. Un nácar que debió ser pintado en algún atelier de la Florencia del Quattrocento, una textura imposible, un roce infinito te hubiese hecho derivar por esa superficie hasta que las eras dejasen de contarse, hasta que los siglos entraran en obsolescencia.


Su rostro, ligeramente ladeado a la izquierda del que la mira, de ti que la mirabas atónito, deambulando los ojos por sus armonías, por esa esbeltez fronteriza con el reino del color y el feudo perdido de los claroscuros. Ahí, asististe al roce que te mostró los dejos de una vergüenza en lenta disipación  


Ocurrió el encuentro entre estos dedos y el cabello, los áureos destellos, el denso éxtasis del espectador que deja de serlo y se hace parte de la composición, se cuela en la obra, crea la escena de un derrame de estrellas, en cascada, en alud, en precipitación de gemidos imparables sucedidos de un apretar de labios, un juntar de bocas, una extinción de la dualidad, una fusión atómica, el génesis de una supernova o de un planeta. El nacimiento de Venus.  



Illich

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