No me gustan los cuentos que comienzan con la expresión “Había una vez”, no obstante, este es un cuento que no me agrada para nada, por tanto, se merece comenzar con frases trilladas porque se trata de la repetición, de lo que retorna a diario, de lo que no sorprende ya por fuerza de la costumbre, de lo que está ahí, tan de frente a nosotros que terminamos por aceptarlo sin mayores trances…
Había una vez una violencia grande y robusta que habitaba en un país de misses, béisbol y discotecas. Esta violencia no cesaba de crecer, de extenderse y de metamorfosearse, de cambiarse de máscaras, de acostumbrar a su presencia, de hacerse aceptar sin más que un encoger de hombros colectivo por quienes por tanto sentirla ya habían quedado sin respuesta, impávidos.
Hablamos de titulares de prensa de lunes a las 6am, en el semáforo de turno con la cuenta de 45 muertos a bala durante un fin de semana, de 8 agentes de la ley asesinados por mes, de robos que ya no se enumeran, de violaciones que se quedan macerando en el vinagre de los traumas, de las almas mudas de quienes no denuncian, porque, para qué?...
Hablamos de videos de decapitación, linchamiento y quema, circulando en la enorme videoteca virtual con acceso blue tooth que todos podemos conseguir, de un vendedor ambulante que ofrece el último video casero de Miss Cojedes, al tiempo que vende una masacre en dvd ocurrida en Tocorón, o en otra de las tumbas para vivos que son nuestras penitenciarías, lista para llevar y ver en familia.
Hablamos de que todo eso y más que nos acontece y se nos muestra en la brevedad eterna de 10 minutos de cola en un cruce de vías de cualquier ciudad en este país, donde había una vez una violencia que crecía.
De lo que se trata aquí no es de escrutar en las causas seminales de la violencia, no porque no nos importe, tal vez sea, porque ya las conocemos de sobra, o porque la cosa no es tan sencilla como para ser vista a través del ya opaco lente de lo causal. De lo que se trata es, de preguntarnos cómo se forjó esa indiferencia ante la violencia y su presencia permanente, así como lo que puede estarla haciendo crecer con sus fauces dentadas y salivantes como un ciclópeo engendro devorador de gentes, que de tanto estar, ya hasta le acariciamos, le rozamos el morro como implorando clemencia, justo antes de que nos devore.
Lo que aceptamos.
Por la experiencia y porque lo hemos leído en trabajos como Vigilar y Castigar de Michel Foucault, podemos decir que cuando una acción se regulariza y normaliza en el tiempo, se convierte en una costumbre, se hace algo tan de lo cotidiano que fácilmente pasa desapercibida entre todo el corolario de usos que conforman una trama societal determinada.
Por ejemplo, quién va a estar pensando que una cosa tan normal y buena nota como tumbar una piñata en la fiesta de los chamos es un acto de violencia, por qué va a serlo pues, si es solamente hacer una rueda en torno a un muñeco, muchas veces de forma humana, que se balancea guindado de una cuerda y pasar ordenadamente, uno por uno a darle de palos hasta que se parta!
Después de abierta la piñata, todos los niños, algunas mamás incluidas, en un acto de dulce anarquía se vuelcan al saqueo, se lanzan en el suelo a pelear los juguetitos y golosinas que llueven con los papelillos, desde el vientre de la figura de Puka mal herida, generando uno de los instantes más significativos y divertidos de la rumba (el otro es el de picar la torta), donde se prueba la capacidad competitiva de los muchachos y sus madres mientras papá toma fotos y fotos del evento para eternizarlo como otro momento kodak.
¿Te das cuenta?, qué de violento puede tener este rito, que por lo demás está sembrado en nuestra antropología cultural, repetido año tras año en cada vida, como algo automático, que hacemos sin pensarlo, sin objetarlo, precisamente porque es NORMAL y a nadie le afecta.
No obstante, debemos aceptar que la piñata como tantos otros ritualidades de la cotidianidad que vivenciamos, está cargada de una simbología, que se puede decir, actúa como un elemento de violencia controlada socialmente, como lo pueden ser también, ver una pelea de boxeo, ir a la corrida de toros el domingo, como mojar a un desconocido en carnaval, todas sanas e inofensivas tradiciones, diversión, juego y deporte que a “nadie dañan” y a casi todos gustan.
Así pues, cuando un hijo nuestro patea un gato, decimos, ah… era un gato, sólo un gato, cuando el mismo hijo se cae a golpes con un compañero de clases tenemos algunas respuestas más elaboradas - Papá dice por ejemplo: “Bueno, yo también peleaba en la escuela” o “A mí que no me llamen por pendejadas tuyas otra vez” o esta que es un clásico “Si te dejas joder, te Jodo yo más atrás!!!”
Lo que quiero ilustrar con estas situaciones que sin duda nos han acontecido en algún momento de nuestras vidas, es que hay cosas que vemos como muy corrientes, que se presentan como parte de los estándares comunes de la vida social y que sin embargo cuando las observamos a través de una hermenéutica mínima se nos revelan como aspectos cuyas características podrían hasta sorprendernos, sino dejarnos boquiabiertos.
Tal vez de modo similar, se nos han hecho normalísimas y cotidianas, situaciones algo menos inofensivas que una fiesta con piñata o una pelea entre escolares. Hoy día resulta de lo más común pagar un sobornito a un funcionario por hacer su trabajo de oficina, mentarle la madre al del carro de al lado con amenaza de muerte incluida y con la nota de píe de página que reza – tú no sabes quién soy yo!- todo con nuestros hijos en el asiento de atrás, después de haberles dado una clase de civismo y explicarles que eso de andar peleando era cosa de marginales y salvajes.
Es sorprendente la frecuencia con que vemos a personas de cualquier grupo etario compartiendo videos de golpizas, violencia policial, entre otras especies repugnantes que por vía celular cuentan con la más expedita y democrática distribución.
Nos enteramos a diario del secuestro de alguien, del asesinato de alguien más – ¿Te enteraste que mataron al chino del abasto? – si vale, seguro lo mataron por chino o al árabe de la zapatería le robaron todas las suelas o al hijo de la comadre le sacaron un riñón y lo dejaron metido en una bañera con hielo. Se nos revelan estas anécdotas, que ojalá fuesen leyendas urbanas, mitos de la calle que circulan los ambientes que transitamos agrandándose o distorsionándose en boca de los interlocutores que ensalzan los relatos dependiendo en su imaginación. Pero no, lo que ocurre no forma parte de la ficción sino de una cotidianidad escalofriante que parece no importarnos mucho hasta que nos toca demasiado de cerca.
Agrava todo esto el hecho bien tangible de saber que ya hemos hecho quizás todo lo posible para protegernos, hace ya décadas vivimos tras las rejas, instalamos alarmas, tenemos carteras multilock, tranca palancas, tranca pedales, tranca neveras, guachimanes, estampitas de unos cuantos santos, circuitos cerrados de televisión entre muchos otros sistemas de seguridad, costosos y baratos, que no nos protegen ni nos cuidan, no hablemos de policías ni de operativos con nombres rimbombantes que no funcionan.
Lo que nos queda es no pararle a nada, vivir en la contingencia, encomendarnos a todas las deidades protectoras del universo.
Creo que la indiferencia a demás de darse por la costumbre de que estas cosas ocurran con tan abismal frecuencia e intensidad, también se da como resulta de una reacción de impotencia porque obviamente nos descubrimos maniatados sin poder hacer mucho más de lo que hacemos.
En el colegio.
El año 2010, se caracterizó por tener no pocos altibajos, en muchas instituciones del país, en el mes de febrero se dictaron cursos de inducción del proyecto curricular que el gobierno quería-quiere implantar en el sistema educativo, esta actividad se presentó polémica desde el inicio, la obligatoriedad de asistencia a los maestros para quienes se preparó el engaño, la pantomima de discusión de lo que no se iba a discutir en absoluto, el chantaje de que si abandonaban el curso se les retirarían las licencias de ejercicio de la carrera, comenzaron a ser factor de alteración para los docentes quienes rechazaron estas imposiciones. La preocupación de grupos de representantes por la prohibición inicial de su acceso al evento, se sumó como aditivo para insuflar tensión a un ambiente ya bastante caldeado.
El curso terminó, en muchos planteles, con manifestaciones de representantes, estudiantes y algunos profesores que se opusieron a la manera de llevar a cabo el proceso de “revisión curricular”.
Días después de estos eventos un grupo de estudiantes de un colegio, cuya realidad me toca porque trabajo en él, había tenido la genial iniciativa de jugar carnaval encapuchados a la hora de salida. En el inicio de su operación comando se dirigieron a la entrada del colegio a bombardear con globos de agua a representantes y estudiantes, entre los que se contaban niños de primaria y preescolar. Madres y padres tomaron a sus hijos y corrieron despavoridos a los vehículos y los pusieron en marcha para salir del apuro, lo que provocó más caos, algunos lesionados, peleas entre representantes y estudiantes, la llegada de la policia y mucha confusión. Pánico.
Al día siguiente cuando las autoridades del plantel confrontaron a los presuntos responsables del incidente, sus representantes en una evidente muestra de dominio de las artes diplomáticas dijeron – Pero si eso fue solo una muchachada, ¿quién no ha jugado carnaval en la vida? . Cabe destacar que el desparpajo con el cual estos representantes justificaban las acciones de sus hijos, no distaba mucho de los discursos de los funcionarios de la Zona Educativa, cuando aseguraban – Pero es que, sí vamos a discutir el currículo pero no le vamos a cambiar casi nada porque así está bien, está perfecto, bueno y el que vaya pierde su cargo…!
Es evidente, estamos en un punto en el que la violencia en cualquiera de sus formas (social, delincuencial, doméstica, institucional, política) encuentra justificaciones en quienes la ejercen e incluso también en quienes la padecen, porque así como el propio Foucault nos ha dicho con referencia al poder, al afirmar que éste no se instala en una sola parte sino que más bien circula por todas.
La violencia que hoy nos hace su víctima, en la brevedad de un pestañeo nos puede hacer su instrumento.
Así pues, cuando somos quienes ejecutamos el abuso, los que agredimos, entonces, una discursividad de la impunidad aparece flamante para minimizar aunque sea retóricamente los daños que podemos haber causado, argumentos tales como, -yo me coleo porque el otro se colea, yo robo porque los políticos roban, te pego porque a mí me pegaron, lo que pasa es que yo también peleaba en la escuela, y pare de contar. Parecen suficiente argumento para sacarse de encima cualquier responsabilidad que tenemos para con el otro, con lo que pertenece al otro, con lo público y hasta con uno mismo.
PD: no dejen de invitarme a la piñata… Gracias….
Muy cierto.. excelente! nos acostumbramos a que nos pasen cosas diariamente que se le pierde la importancia y pasa a formar parte de nuestras vidas!
ResponderEliminarAmigo la ironía y la sátira, es insuperable... cabe destacar que vivimos en un país utópico, donde la burocracia mal llevada esta a la orden del día. La violencia es un negocio, la broma es tan brutal, que todo el mundo le saca dinero...todo por el cochino dinero... A los policías no les interesa hacer justicia, llega alguien a la comisaria y lo ven como carne e`cañón, por otro lado las personas que mas ahorran son los malandros, los tipos siempre tienen plata para darle a los gendarmes... Pana y ni hablar de como se ha ido desmoronando este lindo sistema no te has puesto a pensar que la revolución se termino de echar a perder desde que abrieron el santuario de la máxima expresión de la libertad en sur américa... bueno quien los manda a curiosos... jejejejejej
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