lunes, 12 de septiembre de 2016

KALID/DAVID

*Ilustración de Rafael D'Arcangelo @Villapont


Con tan solo 12 años es mucho lo que Kalid ha visto y vivido desde que él, sus padres y su hermanita salieron de Alepo huyendo del cercano y malévolo estruendo de las bombas. Tan cercano que incluso un día que Kalid iba de camino a su ya derruida escuela, sobre ésta se precipitaron dos misiles justo cuando a Kalid le faltaban dos cuadras para llegar; tan malévolo que ese día los misiles le arrancaron tantos compañeros de clase como no era capaz de contar. En lugar de la escuela, una nube de polvo y humo se erigía y se dejaba ver a kilómetros. Mientras el zumbido de la explosión se iba disipando de los oídos de Kalid y el olor a pólvora y muerte lo comenzaba a impregnar todo, él fue escuchando los agudos gritos, el doliente llanto de las madres que así como la suya, habían enviado a sus hijos esa mañana a clases, y que ahora corrían hacia el lugar de las detonaciones. Huyó de vuelta a casa, en el camino se topó con su madre quien lo abrazó fuertemente mientras gritaba alabanzas y agradecía por la vida de su hijo Kalid.

12 años también tiene David, su vida tampoco es sencilla, él vive en una “invasión”, en un rancho de tablas y trozos de latón que el propio David ayudó a construir. La familia de David se compone de cuatro miembros; su madre, su hermana mayor de dieciséis años, el hijo de meses de ésta y el propio David. La escuela a la que asiste está en terribles condiciones, casi todos los días sale a las 10am ya que no hay agua, cortan la luz, el techo tiene goteras y es común que se armen tiroteos en las adyacencias del plantel. Aun así a David le va bien en matemáticas, le gusta la clase educación física y el basquetbol.

Luego del día que cayeron los misiles sobre la escuela, casi toda la gente del barrio de Kalid tomó rumbo hacia el norte, a la frontera con Turquía. Atrás solo quedaron los ancianos, entre ellos, el abuelo de Kalid. Él no preguntó por qué debía quedarse el abuelo, hace tiempo que había dejado de hacer preguntas, y es que ante casi todo lo que le preguntaba a su padre la única respuesta que escuchaba era “Así lo ha dispuesto Alah” ¿Por qué nos bombardean? ¿Por qué no hay hoy para comer? ¿Por qué no hay luz eléctrica? La respuesta siempre era la misma… Así que cuando su padre le dijo que recogiera sus cosas, Kalid tomó su pelota de fútbol, sus dos pantalones y tres franelas, los metió en el morral de la escuela donde había dejado su cuaderno, se echó eso al hombro y partió con los demás.

A David le ha dicho su madre que él es el Hombre de la Casa, él piensa que eso se trata de hacer los mandados, buscar tablas para ayudar con las paredes y el techo del rancho y defender a su madre y su hermana ante cualquier amenaza. Pero por momentos se confunde, una vez intentó empujar a quien supuestamente era el marido de su hermana porque éste le estaba pegando; su propia madre se metió lo tomó por una oreja y le dijo “vaya pa’ dentro muchacho er coño”. David no entendía que su cuñado golpeara a su hermana pero su madre fue tajante al decirle que como éste también le pasaba plata, él no debía meterse.

Después de muchas semanas caminando, montados y arrumados por decenas en camiones, trasegando desiertos, durmiendo a la intemperie, detenidos por días, amenazados, extorsionados y maltratados, la familia de Kalid llegó a Turquía, donde fueron tratados con extrema brutalidad. Su hermanita enfermó, a su madre le fracturaron una costilla cuando pedía alimentos a unos soldados fuera del horario de repartir las raciones, su padre gastaba sus ahorros más deprisa de lo que había previsto. La gente que trafica con gente siempre incrementa sus tarifas de acuerdo al nivel de peligro que los desplazados intentan dejar atrás.

David tiene días sin ir a la escuela, su mamá se lo lleva a las colas de los mercados desde la noche anterior. Duermen en aceras, corren de la Guardia Nacional, David ve a su mamá y a su hermana pelear o abrazarse con gente extraña. Con frecuencia David debe cargar a su sobrino, dormir a un niño pequeño en sus brazos aun pequeños de niño, en el frío de una noche que se prolonga como si se tratara del largo bostezo de un abismo negro. A veces David levanta la vista hacia las estrellas y la luna, las mira y las deja de mirar porque éstas no le dicen nada.

Desde Turquía hasta Grecia, la familia de Kalid cruzó el mar en una chalupa, una embarcación atestada de gente, tan llena que parecía a punto de zozobrar desde el mismo instante que zarparon, hasta que de hecho se fue a pique aproximadamente a 300 metros de las costas griegas. Kalid, su padre y madre lograron salvarse, llegaron con vida a la playa gracias a algunas tablas desprendidas del precario bote. Muchos murieron y entre ellos la pequeña hermana de Kalid.

David está sumamente flaco, ha perdido peso desde que empezaron a trasnocharse para hacer la cola de los alimentos, su hermana se fue con su hijo y con aquel tipo que le pegaba y le daba dinero, ahora no cuentan ni con ese dinero, ni con el número de cédula adicional para comprar los días que le tocaba a su hermana. La mamá de David le ha pedido que busque comida entre la basura…

Kalid explora con una varita entre los desperdicios del campo de refugiados, busca cualquier cosa, ropa o al menos un pedazo de tela, su madre no se ha curado del todo de la costilla y el frío de las noches le agudiza el dolor, tampoco ha asimilado la muerte de su hija, siente la culpa de haberla soltado en medio del naufragio, siente la reprimenda en los ojos de su esposo; ha dejado de hablar, la envuelve un silencio profundo, como si quisiera no escuchar más las voces que la culpabilizan. Kalid también busca restos de comida, consigue y lame mínimas cantidades de dulce adheridas al papel de aquellas barras de cereal que trajeron los Cascos Azules hace una semana. Kalid mira una pelota de fútbol desinflada y la ignora, le pasa por encima y sigue. Kalid ya no juega.

David lleva en una bolsa un tomate y medio, las hojas exteriores de una lechuga y una verdura de la cual no conoce el nombre. También había encontrado un trozo de pan extremadamente duro y algo sucio, pero se lo comió, él sabe que cuando llegue debe entregar todo a su mamá quien tal vez cambie lo que él trae por unos cigarrillos, o por otras cosas. David va rápido casi corriendo, otros que estaban en el promontorio de basura, se le quedaron viendo y lo llamaron. David sabe que en la calle nadie nunca te llama para nada bueno.

El padre de Kalid se fue del campo de refugiados, se fue con otros hombres, casi todos los del campamento a trabajar con unos asiáticos que vinieron y hablaron con los militares griegos adscritos a la ONU que dirigen el campo de desplazados. Su padre no le dijo nada, ni miró a su madre, y como ya es su costumbre, Kalid no preguntó. Tal vez no regrese, por qué habría de hacerlo, se dice a sí mismo el niño sin infancia que es Kalid, al que le volaron la escuela, se le ahogó su hermana menor y que ahora miraba como su padre se iba de ahí dejando a su madre hundida en alquitrán del sufrimiento y a él en medio de una soledad que ya se le adhería como la piel a sus huesos, como el vacío a sus ojos.

La mamá de David fue a una concentración del Partido del Pueblo, un meeting del Presidente, se iba a defender “La Patria” de las agresiones de La Derecha y del Capitalismo. A David lo dejaron al cuidado del rancho y de las cosas que hay dentro, las cuales suman dos colchonetas, una cava de anime, un par de sillas, un televisor el cual David encontró en la basura y se lo tuvo que ganar a golpes a un indigente alcoholizado que se arrastraba entre los desperdicios, la ropa de ambos y una foto de El Comandante que cuelga de la tabla que usan como puerta. La mamá de David se fue hace seis días y él no sabe si aun está defendiendo a “La Patria” de las agresiones de La Derecha y el Capitalismo o si está en alguna otra parte. David mira la pantalla del televisor y ésta no le dice nada, no hay luz aun en la invasión, David no sabe si salir a buscar comida, si buscar a su madre o si quedarse a cuidar el rancho, él solo siente el hambre que le escuece las entrañas, él presiente la soledad tomando su lugar en la colchoneta de al lado.

Kalid y David no se conocerán, los separan miles de kilómetros, el abandono y el anonimato. Tanto uno como el otro se repiten a diario sin importar la precisión geográfica o la lengua que hablen, ellos se multiplican con otros nombres, en otras latitudes y con nimias variantes. En las miradas de ambos, miradas vaciadas de infancia y de juegos, se balancea el péndulo de la desgracia, de una tragedia que acompaña los días segura de su victoria a corto plazo.

Kalid se acuesta en una carpa, nómada a causa de la guerra y sus bombas y su muerte. Un beduino forzado a merced del desierto, las olas, los traficantes de humanos y la barbarie. A David la noche lo asalta en un rancho, atrapado entre el hambre y la incertidumbre. Lo mira desde la tabla que usan como puerta el cuadro de EL Comandante, pero no le dice nada, tampoco le dice nada el televisor, David deja extinguirse la llama de una vela que tiene por única luz, se cubre con lo que tiene a mano y se queda dormido.

A Kalid lo está matando la guerra, a David, se lo llevó “La Patria”.

Illich

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