jueves, 9 de marzo de 2017

EPILEPSIA SOCIAL

“Tres meses tenía mi abuela que no convulsionaba, y de repente…a las 3:10 de la madrugada.” 
Así me contaba cuando le pregunté cómo se había sentido la señora últimamente.

Tres meses, aproximadamente tenían los estudiantes de mi universidad que no protestaban, que no salían a la avenida a quemar cauchos. Así lo hicieron ayer. Esta vez no sé por qué lo hicieron, no es que falten razones, quizás fue por la suspensión del “pasaje estudiantil”, o por la merma en la calidad del servicio de comedor, o los constantes robos que ocurren intramuros en la Casa de Estudios.

Dudo que la protesta haya tenido la intención de reclamar sobre la falta de medicamentos, el alza en los precios de los alimentos, la suspensión indefinida de los procesos eleccionarios en el país, la gente que come basura en las calles, la implicación del, al mismo tiempo gobernador del estado y vice presidente, en denuncias de narcotráfico, la nacionalidad del presidente, las colas que hace la gente por comida, la cantidad de muertos a manos del hampa, los secuestros, las empresas que cierran, el estado deplorable de las escuelas y los hospitales, la corrupción inmensa que se denuncia y se ataca en otros países (aquí, no) en relación al caso Odebrecht, los presos políticos, los estudiantes muertos en el 2014, porque se va la luz, por las epidemias, por los muertos de la yuca amarga, por las mafias carcelarias, entre tantas otras posibles razones para protestar en este país, más que eso, razones para cambiar de raíz toda la estructura del Estado.

¿Y por qué creo que de esta lista de razones, mis amigos estudiantes no hayan incluido sino las más inmediatas en la intención de su reclamo de ayer? ¿Por qué no nos enteramos otros miembros de la comunidad de las razones de la protesta? ¿Qué relación tiene todo esto con la convulsión que asaltó a una señora mientras dormía?

Creo que a nuestra sociedad la aqueja algún tipo de epilepsia colectiva, un peligro latente, en ciernes, un mal que no avisa cuándo es la próxima convulsión, a qué hora y en qué lugar o por cuáles razones va a desatarse el próximo sismo social, un movimiento intempestivo, es decir, siempre como a destiempo. Violencia telúrica, de la que luego solo queda una quietud tensa y dolorida en la piel y los huesos, y una expectativa de cuándo, de cómo será la próxima sacudida, el próximo dolor.

En un país donde los factores adversarios del poder se manejan sin una agenda de bases, sin una programación que atienda a la gente en sus requerimientos más cercanos, con una desconexión casi total acaeciendo entre las dirigencias opositoras, los grupos estudiantiles, las asociaciones vecinales y el propio sujeto de a pié. Toda manifestación local de protesta se convierte en una CONVULSIÓN, en una acción inconexa, destemplada, poco comunicativa y, lo más lamentable, a la larga, irrelevante.

Pasa lo mismo cuando la gente se amotina en la cola de un supermercado mientras en la cola de otro supermercado a doscientos metros de distancia, la gente, pasivamente marcha en fila, como si el hambre de los alzados de acá no fuese la misma de los apacibles hambrientos de allá. Ocurre cuando un barrio entero protesta porque llevan más de veinte horas sin “luz”, mientras que los del barrio contiguo no dicen nada porque ellos llevan la misma cantidad de horas disfrutando del servicio.

Es una forma de EPILEPSIA SOCIAL, para la cual, por supuesto también escasean los anticonvulsivos; por un lado sobreviene una protesta y nada la conecta con los otros miles de problemas con una única raíz, un único gran responsable, el régimen que lleva 18 años enfermando al cuerpo social con este mal de la espera y el aguante, con esta única intención de quedar vivos después de cada episodio convulsivo, de seguir respirando cuando pase el temblor.

Illich

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