Cuando Juliette fue al
supermercado y caminó los pasillos largos, iluminados de una luz blanca y
limpia, encontró los anaqueles llenos de latas contentivas de miedo, miedo para
llevar, miedo de larga duración, miedo empacado al vacío. Ella tomó seis latas,
las puso en el carrito, llegó al sitio de las legumbres y verduras; ahí
encontró paquetes bien hidratados de un miedo vivaz, miedo vegetal, miedo a
vender por kilos o docenas. Llevó todo el que pudo, estaba en oferta, y con
estos precios es muy difícil hallar buenas ofertas para llevar a casa.
El miedo que no escasea
en los anaqueles, se le apareció en la calle, en los rostros de los otros, en
el murmullo de los transeúntes, en las vidrieras, en el transporte público, en
las redes sociales, en lo que queda de la prensa, en los rincones oscuros de su
alma, alojado ahí sin permiso, creciendo como una tumoración en ciernes.
Conversó su miedo con un vecino tembloroso quien la vio acercarse con sus
bolsas cargadas de miedos enlatados y por docenas. Intentando no mirarse a la
cara, murmuraron sus saludos casi como susurros, casi como si no dijeran nada.
Juliette, mirándose al
espejo del ascensor, reconoció su miedo personal, se le rebeló detrás de la
mirada, pudo sentir un gusto salobre en su paladar, un olor a óxido, un frío
sin sentido en la punta de los dedos, ganas de orinarse… Todo mientras se
miraba la espejo del elevador mientras el silencio del viaje hacia arriba le
pesaba en la boca del estómago. Se abrieron las puertas, dio pasos hacia afuera
y encaró la puerta de su apartamento, temblando logró meter las llaves, las
giró, haló la reja, repitió el rito con la puerta, empujó y entró. Quiso dejar
parte del miedo tras cerrarlo todo y al fin quedarse dentro, pero no.
La familia de Juliette
juntaba pedazos de un rompecabezas que una vez completado formaba una figura
extraña a la que dieron el nombre de Un Miedo Doméstico. En la televisión el surtidor de miedo hablaba en cadena
nacional garantizando “Miedo para todos y todas, un bono de miedo y un aumento
en la cuota de miedo para cada quien, un miedo equitativo de distribución
puntual y masivo, a la vez que personalísimo, abundante, total”
Juliette quiso dormir,
quiso, mas no pudo, ella simplemente se sentó a la orilla de la cama y
suavemente esperó la hora de las balas, la hora de los misiles con su nombre y
número de carnet, los que le tocaban por decreto, la metralla garantizada en la
Constitución, el obús al que todos tenemos derecho, el proyectil que siempre
nos correspondió, la sentencia que nos mandó la patria.
Illich
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