Días que se vuelven espirales y se incrustan dentro de sí mismos, se van torciendo hasta llegar a al punto en que se devuelven por su misma vereda descendente hasta disolverse.
Entonces me caliento el rostro con humo de café.
Esa narcosis leve, a la vez honda, amargo de siglos, de fogones. Color de noche y pieles moras.
Letras, letras vivas, también narcóticas; porque algunos libros echan humo y te queman las manos, te encienden los sueños, te imprimen aromas, te enseñan constelaciones y les navegas y les transitas.
Los habitas, te los fumas, te los comes, los copulas, los maduras y fermentas, los sublimas, te golpean, te secuestran y amarran, te desquician, te extravían, te besan, te esquivan, te enmudecen, te manchan, te acompañan y sueltan, te manejan, te naufragan, te corrompen, te vulneran, te alegran y a veces también hasta te joden...
Hay libros que pactan contigo y otros simplemente, no negocian.
Illich
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