lunes, 3 de agosto de 2015

A PIÉ DE PÁGINA



Si se lee por placer; se ama, odia, se es seducido y se combate con gente que tal vez existió o quizás son solo los delirios de un autor que nos convierte en delirantes de su imaginario. En partícipes de su planeta onírico.

Nos hacemos viajantes por senderos de fuga, habitantes de mundos tempranos o futuros, y probamos sabores que estando sin jamás haber estado nos embriagan de un ensueño del cual la realidad es incapaz.

En mi caso, suelo ser vecino de los Buendía, dialogo con Hesse y Kafka a cada rato, intento de vez en cuando salvar a Ana Karenina, cuando no estoy felizmente perdido en la casa de Asterión. Otras veces me sumerjo en los ojos de Berenice o escucho de Agustina lo que sus voces le susurran.

Me he estrellado en un desierto y visto vaciar mi provisión de agua por un pequeño sediento que me reta a dibujarle una cabra, la cabra perfecta. He intentado escapes y huidas, naufragios, erotìas. Luchando en batallas, y cabalgando en un enjuto jamelgo vi a un caballero que se parecía a mis abuelos, a todos los abuelos.

Sólo al leer, creo en fantasmas, en apariciones, en la magia, en los dioses, la humanidad, en dragones y que existen los finales. Leer es quizá mi única forma de creer en algo, incluso mandando al carajo la realidad y su contexto físico, su materia impenetrable, sus leyes, sus tribunales y sus alcabalas.

Sólo por esos multiversos de letras se surfea por regiones plenas de anomalías e ilógicas sin que esto nos cueste la vida, o para decirlo con más precisión, esa parte bufa de la vida en la que no leemos.



Illich.

2 comentarios: