Rara,
caprichosa, cruel. La vida en su sinuosa voluntad, de cumbres y abismos, de
cambios de timón.
Esa
vida, a veces nos encuentra en esquinas oscuras, empapadas de tristeza y al
doblarlas, una luz tenue va marcando una ruta a la sonrisa, a la tímida palidez
de una alegría pequeña; vuelve luego al miedo, al vértigo, a la ausencia. De
ahí, a la dicha, al orgasmo, al sueño.
Ciclos
de amor y de añoranza nos envuelven los días, ganas sumergidas en otras ganas.
Conspiraciones de recuerdos precedentes de miedos paralizantes sucedidos por
días en que somos el Superhombre de Nietzsche o el supermán de los cómics y las
jugueterías, o el héroe de alguien y el malo de los cuentos de aquellos que nos
odian.
Se
estira y encoge la vida, a veces lenta, armoniosa y acompasada como la cópula
de unos amantes que se aman, otras veces rauda y violenta como el sexo de unos
amantes que se odian.
Ayer
pasé por una de esas esquinas, la que enfrenta las calles Adiós y Desolación.
Me llevaron mis pasos; como siempre en casos similares, enmudecí. Estaba ahí
parado impávido de cara a la tristeza, plantado a metros de un afecto queriendo
partir, en la retirada de los caballeros.
Frente
a la marcha, la única marcha, la del único adiós, un adiós sin ventana ni pañuelos,
uno sin hasta pronto. Y mientras, a mi me lloviznaban los recuerdos, se me
hacían aguacero, me resbalaba en ellos, mirando los adoquines perderse en la
penumbra absorbente de un pasado recién nacido.
Mudo,
impávido, inútil como suele pasarme en esos casos, ahí estaba yo pensando en un
tango, en un bandoneón soltando su influjo de ecos permanentes que van y vienen
desde las esquinas más lóbregas del puerto de aguas densas donde zarpan las
emociones sublimes, los quejidos, los gemidos, las palabras de amor y el amor
silente de los transeúntes y el amor a gritos de las candilejas y el amor
infamante de las siluetas.
Illich.
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